Ésta es la historia de José Llulla, uno de los hombres más letales de la historia
Los libros de historia dan buena cuenta de guerreros y batallas. Sus renglones se llenan de épica que a veces poco o nada tiene que ver con la realidad, sin embargo, la leyenda de José Llulla, un español haciendo las américas, nos desvela el curioso récord de ser uno de los guerreros más letales de la historia. Jose Llulla nació en 1815 en la isla de Menorca, concretamente en Mahon. Sin embargo, él no había nacido para quedarse en casa. Necesitaba aventuras, y las buscó. Poco después de abandonar su niñez se hizo a la mar. Trabajó en barcos de esclavos, navegó por las heladas aguas del polo norte, hasta que, finalmente, puso fin a sus viajes y se instaló en Nueva Orleans. Por aquel entonces tenía veinte años.
Nueva Orleans era uno de los sitios más peligrosos de Norteamérica; una ciudad sumida en el caos y la perdición. Marineros borrachos, negreros, prostitutas, asesinos, proscritos, y hombres de gatillo fácil, animaban las calles tanto de día como de noche. José Llulla, no solo no se amedrentó ante semejante panorama, sino que pronto se sintió a gusto. Tenía un don innato para las armas, especialmente para la navaja y el cuchillo y era tremendamente hábil con los puños, por lo que pronto fue contratado como portero en un antro de la ciudad.
Uno de los aspectos más famosos de la época eran los duelos de honor. Cualquier mal gesto u ofensa debían ser satisfechos mediante la celebración de un duelo. Un hecho habitual, sobre todo teniendo en cuenta las constantes disputas entre españoles y franceses. Los duelos eran una forma legal de arreglar las diferencias, incluso tenían una sección dedicada en los periódicos. De hecho, se calcula que entre 1830 y 1840, solo en Nueva Orleans había un duelo al día como mínimo, contabilizándose en la prensa hasta 10 duelos en una misma jornada. Entre los negocios más prósperos de la ciudad estaban las salas de armas. En la calle Exchange había 50 salas de esgrima, abiertas día y noche, y siempre llenas de practicantes.
El potencial de José Llulla era enorme, pero necesitaba pulirlo. Acudió a la sala del gran maestro L´Alouette —una eminencia de la época—, y pronto se convirtió en el alumno destacado. Su habilidad con el florete, el sable, o el cuchillo no tenía parangón, sin embargo, no solo se le daban bien las armas blancas. Con los puños era imbatible, y con las armas de fuego, del tipo que fuesen, sencillamente, donde ponía el ojo, ponía la bala.
No era hombre dado a las demostraciones, pero en más de una ocasión se le vio disparar a una distancia de treinta pasos a un huevo sobre la cabeza de su hijo. Sus exhibiciones de puntería eran escasas, pero cuando realizaba alguna dejaba a todos los espectadores enmudecidos.
José Llulla era un hombre reservado, extremadamente callado, tranquilo, generoso, de voz queda, y demasiado modesto para sus habilidades. Tenía pocos amigos, pero de los buenos. Era delgado, de mejillas marcadas y vestía elegante, pero discreto.
Llulla no empezaba las peleas, pero las acababa todas. En aquella época el cuchillo tipo Bowie estaba de moda y el maestro L´Alouette quiso hacer una exhibición pública con José, supongo que para hacer propaganda.
El caso es que, en el fragor del combate, el maestro —con cuchillos de madera—, empezó a lanzar fuertes golpes a Llulla, con un poquito de mala baba. José esquivó unos, y detuvo otros, hasta que devolvió el ataque. El maestro terminó inconsciente en el suelo con dos costillas rotas. Despues de eso, su amistad continuó, pero cedió el puesto en la escuela de esgrima a Llulla.
Llulla no solo era hábil en los combates, también lo era como hombre de negocios. Compró tierras, tenía negocios inmobiliarios, un aserradero, bares, granjas, barcos y se compró la isla de Grand Terre. No obstante, su adquisición más peculiar fue el cementerio de Saint Vicent de Paul, en la calle Louisa.
La fama de Llulla como duelista era tal, que todos acudían a verle luchar, aunque realmente no luchaba tanto como se decía, ya que eran muy pocos los que se atrevían a retarle, y aquellos que lo hacían en una borrachera, siempre encontraban una excusa para no presentarse o declinar su derecho a pedir satisfacción.
Muchos querían a José como padrino en los duelos. Estuvo como segundo en más de 100, mayoritariamente con amigos o alumnos de su escuela.
Hay una anécdota en la que un alumno suyo iba a batirse con otra persona. A última hora, el contrincante, en un vital impulso de lucidez, alegó que no podía luchar, y que en su lugar lo haría un amigo suyo, un reconocido maestro de esgrima alemán. Estaba claro de que el rival era cobarde, pero no tonto, y quiso asegurarse que borraban del mapa a su enemigo.
En ese momento Llulla dio un paso adelante y dijo, «Bien aceptamos a vos en representación de vuestro primero, pero ya que vais a lugar como segundo, conmigo peleareis».
Al alemán no le dio tiempo ni de cambiar la cara, porque diez segundos después estaba en el suelo con los pulmones encharcados en sangre.
En 1840 hubo un campeonato de esgrima en la ciudad y Llulla se presentó, pero no le dejaron competir alegando que no tenía los papeles en regla, así que mando llamar al encargado, y con su espada lo dejó sin chaqueta ni camisa. A continuación, se disculpó. Era tan rápido como justo en palabras. Sus combates nunca duraban más que un pestañeo.
Defendió el honor de muchas personas que se lo pedían, si la causa era justa, y esto le hizo ganarse su agradecimiento. No aceptaba dinero por ello, tampoco lo necesitaba, pero si solía quedarse con armas que le regalaban en compensación, coleccionándolas.
Don José Llulla era un ferviente patriota y siempre se sintió Español, defendiendo los intereses de su país.
En 1853 la ciudad de Nueva Orleans se convirtió en un polvorín a causa de los insurgentes cubanos que se habían revelado ante la soberanía española, quemando propiedades y haciendas, y llenando la ciudad de carteles en contra de la corona. Todo lo que era considerado como español, no se libró del ataque.
Llulla se tomó esto como un asunto de dignidad personal, y en un arrojo de valentía salvó al cónsul español se ser linchado. Lo hizo lanzándose a la batalla con una espada en cada mano, y dos pistolas al cinto. Antes de ponerlo a salvo, el reguero de cadáveres que dejó a su paso hizo desistir a los más enconados que tuvieron la fortuna de sobrevivir.
Después de esto Llulla se convirtió en una diana para el odio de muchos de sus vecinos. Recibía amenazas veladas a diario, pero nadie se atrevía a enfrentarse a él de forma directa.
José puso carteles en la ciudad retando a todos los cubanos a duelo para defender la bandera. Y, un día, en su bar, siempre atento con las pistolas listas cada vez que alguien entraba por la puerta, una noche un mejicano le emboscó a la salida usando un gran cuchillo.
Llulla que tenía reflejos felinos y mucha práctica, le arrebató el cuchillo al mejicano, y le dio una monumental paliza solo con los puños, matando a su atacante.
En otra ocasión 7 marineros entraron en el bar con la intención de ajustarle las cuentas en referencia a otro marinero que había matado en una pelea anterior. José agarró una barra de hierro y dejó en coma a 5 de ellos, los otros dos huyeron con el rabo entre las piernas.
Al día siguiente, como muchas otras veces su valentía fue reflejada en los periódicos. En 1869 enviaron a dos asesinos desde cuba, ambos hombres temibles según se decía.
Se emboscaron en el cementerio aprovechando que se estaba enterrando a un ex militar que Llulla había matado esta tarde en duelo. Los asesinos fueron sorprendidos por nuestro hombre, perseguidos por el cementerio y tiroteados, no hace falta decir que aquella misma noche los dos rebeldes fueron acomodados en pijamas de pino.
A los oídos de Llulla llegó cierto alboroto en la puerta de su casa, se asomó por la ventana y vio a un centenar de detractores con antorchas y rifles que venían a matarle.
Llulla, con su tranquilidad de siempre, cogió su escopeta de cartuchos, salió en bata y zapatillas a la puerta de su casa, apunto a la multitud y descerrajó dos disparos sobre la muchedumbre, matando a dos de ellos, cerró la puerta y todo el mundo se dispersó en silencio sin pronunciar ni una sola sílaba.
A partir de entonces nadie se atrevió a poner un pie en las proximidades de su casa.
Los cubanos se la tenían jurada, y, obsesionados con darle muerte, recurrieron a un mercenario austriaco que había estado a las órdenes de Maximiliano luchando en la guerra de Méjico. Era un hombre muy capaz con las armas y cruel.
Formalizaron un duelo a pistola, ambos duelistas se separarían una distancia de 30 pasos, se volverían y dispararían.
Ambos comenzaron a andar, pero el austriaco, antes de llegar al final, se volvió, y todavía con Llulla de espaldas disparó, y…, ¡falló! Llulla se dio la vuelta, lo miró y le atravesó el pecho de un disparo, matándolo en el acto.
Era tal su maestría que incluso en otros duelos decía incluso el ojal de la camisa donde acertaría con la punta de la espada.
Fueron muchos los favores que recibió de España, cartas y misivas con el sello real, siéndole concedida la medalla de Oro de la orden de Carlos III y otros muchos importantes galardones.
Su posesión más preciada era un cuadro con su retrato entre laureles donde se leía la leyenda «A DON JOSE LLULLA, POR SU DETERMINACION EN LA DEFENSA DEL HONOR NACIONAL EN CONTRA DE LOS TRAIDORES DE NUEVA ORLEANS». Un cartel que no estaba pintado, ni dibujado, sino bordado con los cabellos de las mujeres españolas que residían en Cuba.
Anecdotario:
-Don José murió en 1888, y su deceso fue seguido por miles de admiradores. La ciudad estuvo de luto y tuvo gran eco tanto en USA como en España.
-Murió de muerte natural en la tranquilidad de su isla, dejando a una hija y un hijo atrás.
-Nunca jamás fue herido en combate.
-Nadie sabe con certeza a cuantos mató, ya que el jamás respondía a eso cuando le preguntaban..., pero el cementerio está lleno.
-A día de hoy, nadie se acuerda de este incomparable hombre en este país por el cual luchó y defendió.
Fuentes: The Duelling Oaks
Libro: The Deadliest Men: The World's Deadliest Combatants Throughout the Ages